Pocas civilizaciones ejercen tanta fascinación sobre las mentes de aventureros, viajeros y niños como los vikingos, esos forzudos, enormes, con sus trenzas y sus cascos con cuernos, dispuestos siempre a morir por Odin y a luchar contra bestias sobrenaturales o a surcar mares tenebrosos, plagados de peligros.
El mundo de ficción, el cine, la literatura, el comic, la pintura… se han nutrido irremediablemente de esta fuente de cultura, que nos ha legado imagenes realmente legendarias. Sin embargo, pocos conocen al auténtico pueblo vikingo, sus costumbres, sus temores, sus habilidades, sus creencias…
Sólo nos hemos dejado seducir por la fuerza de esos guerreros del norte de Europa, que aterrorizaban a medio continente con sus ansias de conquista y su habilidad para doblegar los mares. De hecho se dice que antes que Cristóbal Colón, un arrojado vikingo, Leif Eriksson, hijo de Erik el Rojo, fue el primero en llegar a las costas de Terranova.
La historia de estos audaces marinos se encuentra expuesta en el Vikingskiphuset, el Museo de Barcos Vikingos de Oslo. En su interior se encuentran expuestos tres impresionantes barcos funerarios, construidos entre los años 830 y 890 de nuestra era y que están considerados como uno de los tesoros arqueológicos más importantes del país.
El descubrimiento, a principios del siglo XX del yacimiento modificó sustancialmente la visión que teníamos sobre los vikingos, al ofrecernos más detalles sobre sus costumbres reales.
Los barcos encontrados contenían los restos de hombres y mujeres que se creen pertenecían a dinastías regias y que fueron enterrados junto con sus sirvientes, animales, objetos… como solía ser costumbre para que a los difuntos no les faltara ninguna atención en la otra vida.